El poeta ha sabido desde siempre lo que el filósofo ha ignorado,
esto es, que no es posible poseerse a sí mismo, en sí mismo. Sería menester ser
más que uno mismo; poseerse desde alguna otra cosa más allá, desde algo que
pueda realmente contenernos. Y este algo ya no soy yo mismo.
La actualidad plena de lo que somos, únicamente es
posible a la vista de otra cosa, de otra presencia, de otro ser que tenga la
virtud de ponernos en ejercicio. ¿Por qué hemos de salir nosotros mismos; cómo,
por quién de no estar enamorados? Dice San Juan de la Cruz: "Mi alma se ha
empleado y todo mi caudal en su servicio". Para que seamos uno mismo y en
plenitud, es menester que algo haya puesto en actualidad nuestro tesoro, que
eso que se nombra el "fondo del alma" se vuelque a la superficie; que
nada quede en posibilidad, en pasividad, que seamos, en fin, acto puro. Y el
ser humano no puede poseerse en sí; todo lo más puede poseer sus instrumentos,
lo que en sí tiene de instrumental: el cuerpo, el alma, el pensamiento.
Mas, el uso completo, la posesión absoluta de sus
instrumentos, deja al descubierto su insuficiencia.
Y antes se agota la perfección instrumental que el afán que la usa.
Por
eso el alma enamorada no puede quedarse en sí, no es sí misma cuando sólo se
tiene a ella, porque todo lo más, logra la posesión de sus instrumentos. Y, por
debajo de los instrumentos queda algo, eso que los filósofos han nombrado ser,
tan oculto como antes. No somos ni siquiera todo lo que tenemos. Y si fuera
posible el reunirlo en un instante determinado; reunir, juntar todo lo que
tenemos en todos sus poderes, en acto, cuerpo, alma, pensamiento, veríamos que
teníamos muy poca cosa, que la unidad
seguía
faltando.
Y
esto que el filósofo debería haber sabido, lo supo el poeta. No es que no le
importara la unidad, no; era injusta la condena. Sino que siempre supo que no
la conseguí ría más que saliéndose de
sí, entregándose, olvidándose.
"Ya
no guardo ganado /ni ya tengo otro oficio/ que ya sólo en armar es mi
ejercicio".
Sólo
en el amor, en la absoluta entrega, sin reserva alguna, sin que quede nada para
sí. La poesía es un abrirse del ser hacia dentro y hacia afuera al mismo
tiempo. Es un oír en el silencio y un ver en la obscuridad. "La música callada,
la soledad sonora". Es la salida de sí, un poseerse por haberse olvidado,
un olvido por haber ganado la renuncia total. Un poseerse por no tener ya nada
que dar; un salir de sí enamorado; una entrega a lo que no se sabe aún, ni se
ve. Un encontrarse entero por haberse enteramente
dado.
No
es pereza, no es desgana, no es inmoral descuido, lo de la poesía. No es
esquivar el esfuerzo y la fatiga, porque eso ningún hombre puede evitarlo. Y el
poeta menos todavía. Es que la poesía al ser salida del alma, de su cercado y
apertura del ser —último hacia dentro y hacia afuera—, no puede calcular, ni
tan siquiera parar mientes en los pasos que da. Lo que se verifica por la
poesía es algo absoluto. ¿Cómo gloriarse de ello a la manera del filósofo en su
método? No puede graduarse porque la poesía consume enteramente, transforma el
ser donde desciende.
Consume
sin dolor porque ya la esperaban; sin ese dolor que da el rechazar algo que
sentimos nos disminuye. La poesía vence sin humillar, y aunque haya lucha
—angustia y terror en los momentos que preceden a su aparición— el vencido no puede sentir rencor porque era
lo que hondamente deseaba. Y al fin, todo se serena en la plenitud.
"En
la noche serena / con llama que consume y no da pena".
Mas,
¿es posible que haya venido a parar en esto, el vivir según la carne que era la
poesía..? Vivir según la carne que llevaba dentro de sí la posibilidad del
amor, su realidad encubierta.
En
el desvarío de la carne, en su irracional anhelo, estaba el amor. Y el amor
puede convertir la irracionalidad de la carne porque se refiere a un objeto. No
hay amor sin referencia a un objeto. Todo vivir enamorado lo tiene, y el poeta
vive enamorado del mundo, y su apegamiento a cada cosa y al instante fugitivo
de ella, a sus múltiples sombras, no significa sino la plenitud de su amor a la
integridad.
El
poeta no puede renunciar a nada porque el verdadero objeto de su amor es el
mundo: el sueño y su raíz, y los compañeros en la marcha del tiempo.
La
poesía se separa de la filosofía porque el poeta no quiere conquistar nada por
sí. Únicamente lo ofrece como gloriosa manifestación de quien tan generosamente
se lo regala. Según un filósofo, Schelling, "Dios es el Señor del
ser". Y con esto sí está de acuerdo el poeta, aunque no lo diga, ni crea
creerlo. Toda poesía no es sino servidumbre, servidumbre a un señor que está
más allá del ser.
No
es necesario, pues, captar el ser de las cosas, que no hace sino situarnos a
mitad de camino, y en realidad, desviarnos,
porque: "El ser es entidad, peculiaridad; es separación, pero el amor es
la nada de la peculiaridad que no busca lo suyo, y por eso no puede por sí
mismo, no siendo, ser", dice también Schelling. Y éste sería el fondo
último del saber que comporta toda poesía y que por eso ha rehuido siempre al
ser, al ser de las cosas en el sentido de la filosofía; su peculiaridad, su
entidad partidista e injusta.
Y el ser "sí
mismo" del hombre, que no podrá hallar, sino es en olvido en sí. Olvido de
sí que es despertar en lo que nos ha creado, en lo que nos sustenta.
María Zambrano