RESURRECCIÓN
La poesía
entra en el sueño
como un
buzo en un lago.
La
poesía, más valiente que nadie,
entra y
cae
a plomo
en un
lago infinito como Loch Ness
o turbio
e infausto como el lago Balatón.
Contempladla
desde el fondo:
un buzo
inocente
envuelto
en las plumas
de la
voluntad.
La poesía
entra en el sueño
como un
buzo muerto
en el ojo de
Dios.
ERNESTO CARDENAL Y YO
Iba
caminando, sudado y con el pelo pegado
en la
cara
cuando vi
a Ernesto Cardenal que venía
en
dirección contraria
y a modo
de saludo le dije:
Padre, en
el Reino de los Cielos
que es el
comunismo,
¿tienen
un sitio los homosexuales?
Sí, dijo
él.
¿Los
esclavos del sexo?
¿Los
bromistas del sexo?
¿Los
sadomasoquistas, las putas, los fanáticos
de los
enemas,
los que
ya no pueden más, los que de verdad
ya no
pueden más?
Y
Cardenal dijo sí.
Y yo
levanté la vista
y las
nubes parecían
sonrisas
de gatos levemente rosadas
y los
árboles que pespunteaban la colina
(la
colina que hemos de subir)
agitaban
las ramas.
Los
árboles salvajes, como diciendo
algún
día, más temprano que tarde, has de venir
a mis
brazos gomosos, a mis brazos sarmentosos,
a mis
brazos fríos. Una frialdad vegetal
que te erizará
los pelos.
LUPE
Trabajaba
en la Guerrero, a pocas calles de la casa de Julián
y tenía
17 años y había perdido un hijo.
El
recuerdo la hacía llorar en aquel cuarto del hotel Trébol,
espacioso
y oscuro, con baño y bidet, el sitio ideal
para
vivir durante algunos años. El sitio ideal para escribir
un libro
de memorias apócrifas o un ramillete
de poemas
de terror. Lupe
era
delgada y tenía las piernas largas y manchadas
como los
leopardos.
La
primera vez ni siquiera tuve una erección:
tampoco
esperaba tener una erección. Lupe habló de su vida
y de lo
que para ella era la felicidad.
Al cabo
de una semana nos volvimos a ver. La encontré
en una
esquina junto a otras putitas adolescentes,
apoyada
en los guardabarros de un viejo Cadillac.
Creo que
nos alegramos de vemos. A partir de entonces
Lupe
empezó a contarme cosas de su vida, a veces llorando,
a veces
cogiendo, casi siempre desnudos en la cama,
mirando
el cielorraso tomados de la mano.
Su hijo
nació enfermo y Lupe prometió a la Virgen
que
dejaría el oficio si su bebé se curaba.
Mantuvo
la promesa un mes o dos y luego tuvo que volver.
Poco después
su hijo murió y Lupe decía que la culpa
era suya
por no cumplir con la Virgen.
La Virgen
se llevó al angelito por una promesa no sostenida.
Yo no
sabía qué decirle.
Me
gustaban los niños, seguro,
pero aún
faltaban muchos años para que supiera
lo que
era tener un hijo.
Así que
me quedaba callado y pensaba en lo extraño
que
resultaba el silencio de aquel hotel.
O tenía
las paredes muy gruesas o éramos los únicos ocupantes
o los
demás no abrían la boca ni para gemir.
Era tan
fácil manejar a Lupe y sentirte hombre
y
sentirte desgraciado. Era fácil acompasarla
a tu
ritmo y era fácil escuchada referir
las
últimas películas de terror que había visto
en el
cine Bucareli.
Sus
piernas de leopardo se anudaban en mi cintura
y hundía
su cabeza en mi pecho buscando mis pezones
o el
latido de mi corazón.
Eso es lo
que quiero chuparte, me dijo una noche.
¿Qué, Lupe? El
corazón.
LOS ARTILLEROS
En este
poema los artilleros están juntos.
Blancos
sus rostros, las manos
entrelazando
sus cuerpos o en los bolsillos.
Algunos
tienen los ojos cerrados o miran el suelo.
Los otros
te consideran.
Ojos que
el tiempo ha vaciado. Vuelven
hacia
ellos después de este intervalo.
El
reencuentro sólo les devuelve
la certidumbre
de su unión.
EL MONO EXTERIOR
¿Te
acuerdas del Triunfo de Alejandro Magno, de Gustave Moreau?
La
belleza y el terror, el instante de cristal en que se corta
la
respiración. Pero tú no te detuviste bajo esa cúpula
en
penumbras, bajo esa cúpula iluminada por los feroces
rayos de
armonía. Ni se te cortó la respiración.
Caminaste
como un mono infatigable entre los dioses
pues
sabías −o tal vez no− que el Triunfo desplegaba
sus armas
bajo la caverna de PIatón: imágenes,
sombras
sin sustancia, soberanía del vacío. Tú querías
alcanzar
el árbol y el pájaro, los restos
de una
pobre fiesta al aire libre, la tierra yerma
regada
con sangre, el escenario del crimen donde pacen
las estatuas
de los fotógrafos y de los policías, y la pugnaz vida
a la intemperie.
¡Ah, la pugnaz vida a la intemperie!
LOS DETECTIVES PERDIDOS
Los
detectives perdidos en la ciudad oscura.
Oí sus
gemidos.
Oí sus
pasos en el Teatro de la Juventud.
Una voz
que avanza como una flecha.
Sombra de
cafés y parques
frecuentados
en la adolescencia.
Los
detectives que observan
sus manos
abiertas,
el
destino manchado con la propia sangre.
Y tú no
puedes ni siquiera recordar
en dónde
estuvo la herida,
los
rostros que una vez amaste,
la mujer que te
salvó la vida.
LOS DETECTIVES HELADOS
Soñé con
detectives helados, detectives latinoamericanos
que
intentaban mantener los ojos abiertos
en medio
del sueño.
Soñé con
crímenes horribles
y con
tipos cuidadosos
que
procuraban no pisar los charcos de sangre
y al
mismo tiempo abarcar con una sola mirada
el
escenario del crimen.
Soñé con
detectives perdidos
en el
espejo convexo de los Arnolfini:
nuestra
época, nuestras perspectivas,
nuestros modelos
del Espanto.
GODZILLA EN MÉXICO
Atiende
esto, hijo mío: las bombas caían
sobre la
ciudad de México
pero
nadie se daba cuenta.
El aire
llevó el veneno a través
de las
calles y las ventanas abiertas.
Tú
acababas de comer y veías en la tele
los
dibujos animados.
Yo leía
en la habitación de al lado
cuando
supe que íbamos a morir.
Pese al
mareo y las náuseas me arrastré
hasta el
comedor y te encontré en el suelo.
Nos
abrazamos. Me preguntaste qué pasaba
y yo no
dije que estábamos en el programa de la muerte
sino que
íbamos a iniciar un viaje,
uno más,
juntos, y que no tuvieras miedo.
Al
marcharse, la muerte ni siquiera
nos cerró
los ojos.
¿Qué
somos?, me preguntaste una semana o un año después,
¿hormigas,
abejas, cifras equivocadas
en la
gran sopa podrida del azar?
Somos
seres humanos, hijo mío, casi pájaros,
héroes públicos
y secretos.