Entré en un almacén de la costa
Con polvo sobre viejos productos
de cosmética (perfumes que, por ejemplo, Avon
ya no vende en el catálogo)
y alguna que otra estampita religiosa,
un santo con cara de pescado,
y lo que siempre falta.
Dos nenes frente a una computadora casi vieja
a los disparos dentro de un juego
en primera persona multijugador.
Se venden sombrillas y pequeños muebles de playa
por si se te ocurriera broncearte
y permanecer quieto junto a ellos
toda la temporada.
La mujer que me atiende me pregunta cómo está el
tiempo.
Se ve que no sale desde la edad del polvo.
Yo pienso que de tanto viento tomaron
consistencia
un par de cosas que podrían llegar a justificar
aquella pregunta común sobre la atmósfera,
que lo más manso de la ola se estiró como una
lengua
y se comió a las gaviotas,
y que no somos quiénes para entender su muerte.
Alrededor de los arrecifes se empuja algo, no sé
bien,
que vuelve sólidos los tiempos,
el mío y el del salmón congelado en la ventana,
tiempo materializado como el de una silla
rota
que soporta la lluvia en la calle
mientras nadie se la lleva.
Los adolescentes no despegan sus ojos de la
pantalla.
Me preocupa imaginarlos con una cruel ceguera.
De pronto, sobre el rifle que dispara caen pedazos
blancos.
-¡Está nevando!
-Wow, qué lindo…
25 años
Estoy en una edad
en la que ya no sería apropiado que se me muriera una
planta,
tampoco salir sin paraguas o descuidarme el esmalte.
Amor, dejaste al fin de parecerte a un vendaje.
Tu elástico desprotegió con un ruido mi tamaño.
Hay igual distancia entre los veinte y los
treinta,
sé que puedo ser un puente en destrucción
o todo lo contrario.
Mi rostro final es rescatado de un cofre oscuro,
pierde el resplandor yendo cada vez más
cerca de la superficie,
en lugar de huesos los demás reciben mis poemas
y mis padres agitan sus pañuelos sobre mí
como si partiera.
Retrato de una inundación que ocurre en otra casa
Una gotera marcó, durante pocas noches,
el tiempo de esta casa.
La escuchaban con las medias puestas.
Salían de la cama y caminaban dando brincos como los
gorriones
pero las medias se enfriaron y les agarró fiebre.
«Chicos, la inundación se llevó nuestra casa.
Ahora está en un lugar mejor».
Hay que volver a comprar camas,
tomar fotos para los portarretratos
(lo peor de una inundación,
perder las fotos).
Pero la mente es amante de los rincones
que permanecen oscuros.
No importa elegir entre un sillón verde o gris.
Ya no se almacenarán los últimos cambios.
Los adultos de la casa no tenían su fe
puesta en los objetos,
y sin embargo…
Pocas cosas de verdad quedan.
El gato duerme sobre la lámpara
que fue necesaria para encontrarlo.
5.
Pensá en esos puestos de flores
y diarios que quedan abandonados
tras el inicio de un terremoto.
Nota en un restaurant
Una mancha de sangre
no sale,
pero si la limpiás enseguida tenés
más chances.
Ahora bien, si te demorás
puede que no salga del todo,
que quede imborrable el contorno
y se forme algo monstruoso
como un país,
un país que solo vos
(no importa si la sangre es tuya
o de otro, importa sólo tu motivación
para borrarla) sabrás vacío.
De “Una ciudad en silencio”
Sobre la autora:
Florencia Madeo Facente nació
en 1992. Estudia para ser profesora de filosofía y actualmente trabaja como
profesora de español para extranjeros. Asiste al taller de Paulina Vinderman.
Publicó “Una ciudad en silencio” en Celofán, ed. La Carretilla Roja (2018).
Actualmente se encuentra finalizando un poemario.
Colaboración: Sara
Montaño Escobar