Quiero empezar
por confesarles que a estas alturas de mi falta de obra y prestigio en el mundo
literario me halaga muchísimo ser invitada a presentar un libro; lo acepté
inmediata y alegremente porque Romina se ha convertido en una gran editora,
cada vez lo hace mejor y para mí es un orgullo contar con su amistad y una gran
fortuna estar cerca de su trabajo, así que dije yes y me estaba lamiendo los
bigotes cuando Romina me soltó el título: “Manual de la depresión”, y yo me
paré en seco, ¿en qué me acabo de meter?
Miedo. Tuve miedo como teme cualquiera que no desea
ser antipática y exponer el pecado del lugar común en un trabajo ajeno, pues
como todos sabemos, la idea del poeta deprimido está muy sobada y lo único que
esperamos realmente de él o de ella es una laguna de sintagmas y decires por
los que ya se ha pasado ida y vuelta arrancando florecitas sin piedad, hasta
dejar un paisaje pelón, desahuciado de sentido, patético...
El otro motivo por el que me espanté con el título de
este poemario es que le tengo miedo a la depresión, he pasado años sintiéndome
miserable, buscando interpretaciones para mi situación, buscando ayuda,
encontrándola, y de un tiempo para acá, huyendo de la tristeza: me veo por ahí
repitiendo en diferentes conversaciones que “no quiero ni pensar” en esto y en
aquello... Y entonces no pienso en esto y en aquello, y como no pienso, no
escribo.
Así que ya con el libro en mis manos tuve que echar
mano de mi fe en Romina y un poquito de optimismo para empezar a leer.
Inmediatamente entendí que hacer los comentarios iba a ser mucho más complicado
de lo que esperaba porque desde el primer verso me pareció que este manual
había sido escrito para mí, para que yo lo leyera. Todos estos poemas son
producto de la observación de un problema dolorosísimo.
En un texto que se llama Fedro o De la belleza, el
célebre filósofo griego Platón explica que para “hacer comprender la naturaleza
(de algo superior), basta una ciencia humana y algunas palabras” y esta autora
tan joven como tan valiente se sumerge en el universo de símbolos que la rodean
y utiliza cada uno para acercarse a la fuente de su sufrimiento. Es un trabajo
tan lejano a lo dócil que podemos leer la seguridad que hay en él desde el
principio. Permítanme por favor leerles la Advertencia, que está en la página
5.
A lo largo del poemario ocurre una exploración del
asunto que pasa por episodios desde lo trágico hasta lo absurdo, relato
sostenido por nada más que la honestidad:
Diez pensamientos honestos sobre mi padre 23
El en proceso que atestiguamos, la autora se detiene
en cualquier pensamiento que le deje mirar al que no se deja mirar, dice
"mi padre, el valiente", y no sabemos si ironiza o si realmente le
hace un reconocimiento en un episodio de enorme generosidad. "Qué infeliz
y qué valiente", dice, y este poema no se los leo y pero quiero decirles
que representa muy bien mi imposibilidad de juzgar como juguetona o cruel a la
mujer que está escribiendo esto porque yo me he preguntado muchas veces, cuando
siento que alguien pasa sobre mí sin mirar atrás, cómo hace aquella persona que
me hizo tanto daño para vivir sin siquiera tomar el tiempo para decir discúlpame,
y esto lo pienso incluso cuando me rebasan por la derecha en la carretera, no
importa si es un auto grande, pequeño, deportivo, viejo o sucio.
Sobre los personajes del relato que son el padre, la
madre, otros hombres e incluso la hermana, se impone el personaje de Dios. No
cualquier Dios sino el que los católicos llaman así, Dios. Digo que se impone
en el relato porque ocurre con verdadero con protagonismo: se confunde con el
personaje del padre, se oculta en él pero también lo juzga y lo castiga al
menos en la fantasía de la voz poética.
Somos partícipes de una observación tan exhaustiva que
terminamos siendo partícipes de un juicio, una sentencia tras otra y ejecución
tras ejecución. Las palabras aquí son fetiches, cada vez que la voz del poema
dice "mi padre", vemos las manos de Roma Rey que sostienen un muñeco
vudú. "mi padre", el valiente; "mi padre", el infeliz y
valiente.
Dicen que los verdugos suelen ser católicos y a nivel
de supuesto la voz poética propone la sentencia no siempre como propia,
eventualmente como un deseo pero con más frecuencia como premisas teológicas,
acaso simples imágenes religiosas, en los contextos inéditos de los sentimientos
humanos.
Imago
dei, pág 20
A pesar de personificar la furia, el odio con toda su
fuerza, esta voz se ubica como una víctima inocente, tiene la inteligencia de
mostrar el lugar exacto de una ruptura:
Cartera
vacía, pág 42
Después vemos que esta victimización se continúa en
todos los hombres. Ella dice: todos se van.
Los
hijos de mi padre,
pág.9
Y es que el padre Dios, es el hombre Dios, el hombre
inmenso que todos los hombres son, el centro de la gravedad, la fuerza más
grande...
Plan
divino, pág 47
En este Manual de la depresión se vislumbra una
poética, un poco de pensamiento sobre el ejercicio poético, muy poco, pero
nítido y contundente:
Poesía es tu apellido
junto a mi nombre
Y
que, aún así,
no tengamos nada en común.