Podemos
contemplar nuestro tema, pues, desde dos puntos de vista, el primero el del
hombre que se centra en la pintura, tanto si es como si no es pintor, y él
segundo el del hombre que se centra en la poesía, tanto si es como si no es
poeta. Para utilizar el punto de vista del hombre que se centra en la pintura,
permítaseme referirme al capítulo de Appreciation [Apreciación], de Leo Stein,
titulado «Sobre leer poesía y ver cuadros». Dice el autor que cuando era niño
tomó conciencia de la composición de la naturaleza y gradualmente fue
comprendiendo que el arte y la composición eran lo mismo. Comenzó a
experimentar del modo siguiente:
Puse
sobre la mesa... un plato de barro... y lo miraba todos los días durante unos
minutos o durante horas. Tenía el propósito de verlo como si fuera un cuadro y
aguardé hasta que se convirtió en un cuadro. Con el tiempo, así ocurrió. El
cambio se produjo de repente, cuando el plato como objeto pormenorizado... una
determinada forma, con determinados colores aplicados... pasó a convertirse en
una composición en la que todos los elementos no eran sino meros factores del
conjunto. La composición pictórica pintada en el plato dejó de estar en el
plano para pasar a formar parte de una composición mayor que era el plato como
un todo. Había dado un primer paso para ver pictóricamente.
Lo
que se habla iniciado se fue desplegando en todas direcciones. Quería ser capaz
de ver cualquier cosa como una composición y descubrí que era posible hacerlo.
Improvisó
una definición del arte: es la naturaleza vista a la luz de su significado, y
al darse cuenta de que este significado consistía en formas, agregó «formal» a
«significado».
Al
concentrarse en la educación del oído, observó que no hay nada comparable al
ejercicio de composición que ofrece el mundo visible. Por composición entendía
lo que se compone con las palabras: el uso del sentido existencial de las
palabras. La composición era su pasión. Consideraba que un cuadro formalmente
acabado es aquel en el que todas las partes están tan interrelacionadas entre
sí que unas implican a otras. Por último, dijo «un excelente ejemplo es el
verso del Michael de Wordsworth ‘And never lifted up a single stone’ (‘Y no
levantó nunca ni una sola piedra’)». Se podría decir de un trabajador perezoso:
«Ha estado ahí fuera, holgazaneando, y no levantó nunca ni una sola piedra», y
nadie pensaría que esto es gran poesía... Estas líneas no tendrían valor
existencial; sencillamente llamarían la atención sobre el trabajador perezoso.
Pero el uso composicional que hace Wordsworth de este verso lo convierte en
algo por completo distinto. Estas sencillas palabras se cargan con la tragedia
del anciano pastor y se saturan de poesía. Su importancia referencial es leve,
pues la importancia de la acción a que se refieren no radica en la acción en si
misma sino en su significado; y el significado lo crean las palabras. Por lo
tanto se trata de un verso de gran poesía.
La
elección de la composición como el común denominador de la poesía y la pintura
es una caracterización técnica hecha por un hombre centrado en la pintura, aun
concediendo que no era un hombre al que uno consideraría un técnico. La poesía
y la pintura crean por igual mediante la composición.
Ahora
bien, el poeta que busca una analogía entre la poesía y la pintura, y que trata
de adoptar el punto de vista del hombre centrado en la poesía, comienza
teniendo la sensación de que la técnica empapa la pintura hasta tal punto que
ambas cosas se identifican. Esto no es cierto, puesto que, si la pintura fuese
puramente técnica, esa concepción de la misma excluiría al artista como
persona. Por lo tanto, quiero decir algo basado en la sensibilidad del poeta y
en la del pintor. No estoy absolutamente seguro de saber lo que significa
sensibilidad. Supongo que quiere decir sentimiento; como suele decirse, los
sentimientos. Sé lo que se entiende por sensibilidad nerviosa, como cuando, en
un concierto, los oyentes, después de haberse colocado y permanecer atentos,
oyen de súbito un estallido de trompetas que les hace encogerse a manera de
reacción nerviosa. La satisfacción que tenemos cuando miramos por la ventana y
vemos que hace un buen día, o cuando miramos uno de los límpidos paisajes de
Corot en los que el pays de Corot parece ser algo distinto. Suele decirse que
el origen de la poesía hay que buscarlo en la sensibilidad. Hemos empezado por
la conjunción de Claude y Virgilio; obsérvese ahora como el uno evoca al otro.
Estas evocaciones son atribuibles a similitudes de sensibilidad. Sí en Claude
nos encontramos en el reino de Saturno, el soberano del mundo en la edad dorada
de la inocencia y la abundancia, y si en Virgilio nos encontramos en el mismo
reino, reconocemos que existe ahí, en el caso de Claude y Virgilio, una
identidad de sensibilidad. Sin embargo, si se pone en cuestión el dogma de que
hay que buscar los orígenes de la poesía en la sensibilidad y se afirma que un
poema afortunado, o un cuadro afortunado, es una síntesis de excepcional
concentración (ese grado de concentración que tiene una intrínseca lucidez, en
la que vemos con claridad lo que queremos ver y lo vemos instantánea y
perfectamente), nos encontramos con que la fuerza operativa de nuestro interior
no parece ser de hecho la sensibilidad, es decir, los sentimientos. Parece ser
una facultad constructiva que más saca su fuerza de la imaginación que de la
sensibilidad. He dicho poner en cuestión, no rechazar. La mente retiene la
experiencia, de modo que mucho después de acaecida la experiencia, mucho
después de la claridad invernal de una mañana de enero, mucho después de los
límpidos paisajes de Corot, esa facultad interior nuestra de la que he hablado
hace sus propias construcciones a partir de aquella experiencia. Si se limita a
reconstruir la experiencia, o a repetirnos las sensaciones vividas ante
aquello, se trata de la memoria. Lo que en realidad hace es utilizar aquello
como material con el que hace lo que quiere. Ésta es la típica función de la
imaginación, que siempre utiliza lo conocido para crear lo no conocido. Lo que
parecen implicar estas observaciones es la sustitución de la idea de
inspiración por la idea de un esfuerzo mental no basado en las vicisitudes de
la sensibilidad. Es tan absolutamente posible sentarse a la propia mesa y, sin
ayuda de la conmoción de los sentimientos, escribir comedias de incomparable
intensidad, que es precisamente lo que hizo Shakespeare. Shakespeare no se
basaba en casualidades de la inspiración. No es la menor de sus glorias que se
pueda decir de él: cuanto mayor el pensador, mayor el poeta. Sería más acertado
decir: cuanto mayor la inteligencia, mayor el poeta; porque el mal del
pensamiento como poesía no es lo mismo que el bien del pensamiento en poesía.
Lo que importa es que el poeta hace su trabajo en virtud de un esfuerzo mental.
Al hacerlo así, tiene relación con el pintor, que realiza su trabajo, con
respecto a los problemas de forma y color, a los que se enfrenta
incesantemente, no gracias a la inspiración, sino gracias a la imaginación o a
la milagrosa clase de razón que a veces promueve la imaginación. En resumen,
estas dos artes, la poesía y la pintura, tienen en común un elemento laborioso
que, cuando se ejercita, no sólo es un trabajo sino también una consumación.
Como prueba de esto, permítaseme poner codo con codo la prosa de Proust, tomada
de su vasta novela, y la pintura, tomada al azar, de Jacques Villon. Sobre
Proust, cito un párrafo del profesor Saurat:
Otra
provincia que ha añadido a la literatura es la descripción de esos momentos
eternos en los que nos elevamos por encima de este mundo monótono... La
magdalena mojada en el té, el campanario de Martinville, unos árboles de una
carretera, un perfume de flores silvestres, una visión de la luz y la sombra
entre árboles, una cuchara que al tintinear en un plato es como el martillo del
ferroviario en las ruedas del tren desde el que se veían los árboles, la
servilleta tiesa de un hotel, la desigualdad de dos piedras de Venecia y las
irregularidades del patio de la casa de los Guermantes en la ciudad...
En
cuanto a Villon: poco antes de ponerme a escribir estas notas, me dejé caer por
la Carré Gallery de Nueva York a ver una exposición de cuadros entre los que
había una docena de obras suyas. De inmediato me percaté de la presencia de los
encantos de la inteligencia en todo su material prismático. Una mujer tendida
en una hamaca se transformaba en un complejo de planos y tonos, radiante,
vaporoso, exacto. Una tetera y un par de tazas ocupaban su lugar en una
realidad totalmente compuesta de cosas irreales. Las obras eran deliciae del
espíritu en tanto que algo distinto de las delectationes de los sentidos, y
esto es así porque uno encuentra en ellas la labor de cálculo, el apetito de
perfección.